Tenía olor a pastillitas “La Yapa”. ¿Te acordás? De esas que comíamos cuando éramos chicos, sabor tutifruti. Era cuestión de segundos, desde que tocaban la campana del recreo, para que corriéramos en busca de la preciada golosina en el quiosco que tenía la escuela y que, además, atendía tu papá. Te cuento ésto porque, como ya dije, ella tenía ese olor y me fue imposible no evocar nuestra infancia.
Pidió un cortado, sin la consabida medialuna. Me sonrió. Al rato volví con mi bandeja y el cortado; sentí una vez más su aroma y cerré los ojos buscando, aunque no sé aún qué buscaba, quizá otra imagen tuya de aquellos años. Ella me agradeció, “no hay de qué”, dije; el recorrido desde su mesa hasta el mostrador se me hizo eterno.
Sucesivamente llegaron Patricio y la Gringa, el gordo Gurevitz, tres -o cuatro- tipos de la barra de Central (pidieron leche) y por último Francisco. Yo seguía mirándola.
El recién llegado me palmeó la espalda -“¿qué hacé´, gurí?”- Luego comentó algo acerca del Parque España; era un tema de suma importancia, o por lo menos eso parecía. Todo lo que decía Francisco lo era, o él lograba ese efecto a fuerza de entonación.
Pero yo seguía mirándote, es decir, mirándola, y mientras las palabras de Francisco flotaban preocupadas recortando pedazos de mundo (conflicto, justicia, escombros), a mí se me imponía otra realidad, la tuya (niñez, juegos, caricias), que lentamente se superponía sobre mujer, cortado, sonrisa, olor a vos.
De pronto fue como si la explosión hubiese sucedido en el mismísimo recoveco de ese recuerdo, entonces ví cómo buscabas refugio detrás de una mesa y yo, que hacía lo mismo detrás del mostrador, recordaba la primera vez que -ya con unos años más a nuestro favor- nos metimos a escondidas en el quiosco de tu papá (tu viejo, como vos decías).
Francisco corrió a tu lado y te ayudó a llegar a nuestro improvisado bunquer. Yo, por mi parte, apartaba algunas cajas de chupetines para que pudiesemos sentarnos. Los tipos de la barra se habían ido. La directora de la escuela también. El primer beso fue en el cachete, lleno de vergüenza y olor a tutifruti. El segundo no tardó en llegar y así se sucedieron, al igual que los estruendos, sonidos lejanos -y no tanto- de disparos y explosiones. El piso retumbaba, Patricio se apuró a trabar la puerta. Verónica sollozaba, le alcancé una servilleta pero ya había usado su delantal de moza. Los cocineros no daban crédito a sus oídos y la jefa se desmayó no sin antes dar una orden que nadie pensó acatar. Yo metí la mano en tu corpiño y sonreí al notar que tenías las orejas coloradas. El gordo Gurevitz empinó un trago de ginebra y Pato lo imitó, la botella pasó de mano en mano y cuando llegó a mí se la pasé de inmediato a la Gringa; tenía tu mano dentro del pantalón de vestir, ya no sabía dónde estaba mi delantal ni qué era lo que Francisco intentaba explicarnos.
Te escuché decir que tu nombre era Claudia y que estabas de paso por Rosario. Cuando salimos del quiosco te pasaste una mano por el pelo -gesto predecible-, luego bajaste la escalera y te dirigiste hacia el portón del frente, no te seguí. Francisco insistió en su exposición, pero no fue hasta que pronunció la palabra “salir” que comprendí lo que realmente significaba, con toda su fatalidad.
Un rugido de pólvora se escuchó cercano y el crujir de una vidriera fue nuestra señal de alerta. Era evidente que “la columna” (como decía Francisco) avanzaba a paso seguro y que era inexorable su pronta llegada. La Gringa los mandó delicadamente a la puta que los parió. Entonces corriste decidida hacia la puerta, aunque era Claudia; Francisco te ayudó a desarmar la pequeña barricada que nos impedía salir y otra vez esa palabra me heló el cuerpo.
Cuando por fin estuvimos afuera el Gordo se tambaleó, la ginebra y la brisa de río hicieron su efecto. Pato lo sostuvo por el brazo y, como si fuese ese gesto el que nos movilizara, comenzamos a recorrer la desierta Avenida Belgrano -por el centro mismo de la calle- tomados mano con mano, simulando ser una sóla criatura.
Las bombas tronaban a nuestras espaldas así que ensayamos una carrera aún más veloz. El peligro acechante y la incertidumbre de a poco iban ocupando todos mis pensamientos; llegado un punto me sentí El Eternauta intentando sobrevivir a una amenaza por el momento invisible, desconocida. Me reproché no haber escuchado las teorías de Francisco pero ya era tarde para eso y, por lo demás, vos seguías ahí, presente, al igual que Claudia tomada de mi brazo. Recorrimos así unas cuantas cuadras, vimos personas huyendo, o eso creímos que hacían, en direcciones diversas. Todo parecía convulso, fuera de su lugar habitual. Tuvimos miedo.
Nuevamente pensé que nuestra novísima situación de supervivencia correspondía a un guión de Oesterheld, pero por más esfuerzo que hiciera ninguno de aquellos rostros se parecía al de Germán. La nieve de Los Ellos cubría mis recuerdos.
Fuiste vos, nuevamente, la que irrumpió en ellos disipando la nevada, el misterio. Te ví en el frente de tu casa en Saladillo, sentada en un cantero con flores (nunca supimos cómo se llamaban). Recordé que te había visitado para pedirte un libro o para verte, simplemente. Dijiste que lo tenías, que era de tu viejo, que él leía mucho a Bioy. Años después, en esa insania de gente alborotada y desventuras callejeras, pensé que todo eso bien podría haber sido un capítulo de Diario de la Guerra del Cerdo, con lo cual Adolfo y Germán estrechaban sus manos en amistoso gesto.“¡Esto es una guerra!”, dijo la Gringa y las palabras una vez más amalgamaron ambas realidades.
Aquel día discutimos; entre mate y mate me decías no sé qué cosas del trabajo y luego: explotación, desigualdad, oprobio, entre otras muchas palabras y yo te respondí otras tantas que no alcanzo a rememorar. Luego entraste a tu casa, con enojo y con portazo. Al otro día apenas me saludaste mientras cantábamos la marcha a la bandera de todas las mañanas. Tu disgusto duró varios años, aún lo lamento, aún puedo sentirte cerca con tus orejas coloradas y el pelo enmarañado de aquella vez. Siento ese olor a pastillas con gusto a despedida y me figuro que en cualquier momento te veré caminando por calle Buenos Aires, subiendo la cuesta, repitiendo los pasos que nos unieron en la puerta del Municipio para admirar, juntos, las llamas.
[22-Febrero-2009]